OPINIÓN: Importa más vivir el ecologismo que para el ecologismo
19 de Enero de 2018
El mundo está lleno de ecologistas. Aunque usted no se lo crea. Hay muchísimas más personas ecologistas que gente destructora de la naturaleza.
Lo que ocurre es que la inmensa mayoría de las personas ecologistas ni siquiera saben que lo son y, por supuesto, no pregonan continuamente su ecologismo.
Las personas, entidades y empresas destructoras de la naturaleza son demasiadas, porque con que hubiese una ya sería un número excesivo.
Pero, además, su existencia se nota mucho. Aunque uno de sus principales objetivos es que no se advierta ni su presencia ni sus tropelías.
Pocas veces se las ve llegar, pero suelen dejar un rastro lamentable. En algunos casos, las huellas de su paso marcan, para mal, desde luego, la existencia de amplísimos territorios y de generaciones y generaciones.
Por el contrario, quienes se proclaman ecologistas se hacen notar mucho. Esa es la razón por la que se suele identificar al ecologismo con su actividad.
Pero no es más ecologista quien se manifiesta, por ejemplo, en defensa de la dehesa, que quien la explota con el mismo respeto que la explotó su decabuelo, su eneabuelo, su octabuelo, su heptabuelo, su hexabuelo, su pentabuelo, su trastarabuelo (o chozno), su tatarabuelo, su bisabuelo, su abuelo y su padre, y con el que previsiblemente la seguirán explotando su hijo, su nieto, su bisnieto… y así hasta el fin de los tiempos.
Si la primera persona que empezó a talar y a quemar de forma controlada el bosque mediterráneo para convertirlo en dehesa, con el pacífico objetivo de sembrar cereales y leguminosas y poder comer y alimentar a su ganado, hubiese sido vista por el ecologismo protestante (de protesta), ahora no habría dehesas.
Habría resultado imposible convertir las manchas de matorral y bosque mediterráneo cerrado en un espacio abierto, en el que coexisten las especies silvestres y los seres humanos: la dehesa.
Las pirámides de Egipto o la gran muralla china, dos de las obras más emblemáticas levantadas por la humanidad, no se hubiesen podido construir con un ecologismo atrincherado en su defensa a ultranza del horizonte, pues tanto las pirámides como la muralla rompen el paisaje natural.
Es muchísimo más ecologista quien explota y transforma la naturaleza de forma respetuosa y sostenible, que quien se empeña en convertir al medio ambiente en una foto fija, en una estampa enmarcada e intocable para disfrute, generalmente, de quienes no viven en ella.
En vez de empeñarse en inmobilizar los enclaves con gran riqueza natural, ese ecologismo del que también forma parte la Administración debería esforzarse en recuperar las zonas deterioradas. Algo que es perfectamente posible, pero no suele hacerse.
Extremadura tiene todavía mucho de paraíso; y lo tiene gracias al ecologismo. Al ecologismo de base, al que ni siquiera sospecha que se comporta ecológicamente.
Monfragüe ya era una joya de la naturaleza antes de que Jesús Garzón (gracias Jesús) se partiese el alma para lograr que fuese declarado parque natural.
Garzón, reconocido ecologista, defiende que los ganaderos, esos empresarios, sigan utilizando las cañadas reales, los cordeles, carriles y veredas, que son avenidas de gran importancia medioambiental por las que llegaron a Extremadura muchas especies y muchas realidades culturales que hoy parecen extremeñas de toda la vida.
El ecologismo que se empeña en expulsar de la naturaleza a las personas, convirtiéndola en un jardín intocable e impidiendo que quienes han cuidado ese vergel durante siglos y sus descendientes vivan y prosperen en él, ni es ecologismo ni es progresista ni ve que la humanidad también forma parte de la naturaleza.
No es lo mismo vivir ecológicamente que vivir para el ecologismo.
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