OPINIÓN: ¿El futuro de la humanidad depende de la ética?
La palabra democracia parece que satisface las aspiraciones de gran parte de la humanidad, porque la democracia daría la oportunidad a cada individuo de hacer valer su opinión y que la mayoría fuera la norma a seguir en cada nación.
No carece de racionalidad el pensar que la mayoría pueda tener más razón que las minorías. En cualquier caso, es una simple presunción. La verdad la puede tener uno frente a todos, es la coincidencia de lo que pensamos con lo que son las cosas.
Por otra parte, ni la democracia, ni ninguna otra opción política, buscan la verdad. La verdad es una cuestión del entendimiento, de la razón. Las sociedades o comunidades buscan el bien más que la verdad. El convivir presupone unos derechos que permiten organizarse con unos valores aplicables a todos; pero no es lo mismo buscar la verdad, que de por sí es única, que el bien, el bien común para todos. Esta búsqueda, más que del entendimiento, es de la voluntad.
Una democracia no es la suma de la verdad de todos los individuos, sino la suma de la voluntad, de la opinión de estos individuos que buscan un bien común.
La democracia no es la suma de las verdades, sino la suma de opiniones que tratan de equilibrarse llegando a acuerdos, a compromisos que no tienen que ver con la verdad, sino con el interés de la mayoría, salvando unos derechos fundamentales que afectarían a todos.
La verdad en sentido estricto no admite compromisos: es o no es. Una democracia se rige por la cesión del menos fuerte a favor de opiniones con más número de votos.
Conviene distinguir entre consenso, ligado a las opiniones distintas que se rigen cuantitativamente con sumas o restas, y verdad, que es, en principio, única.
La palabra democracia formal parece ligada, indisolublemente, al valor o concepto de libertad, como si la libertad de los individuos llevara consigo la convivencia perfecta en la sociedad.
La democracia, si solo contara con el valor de la libertad, no sería garantía de la convivencia deseada. Si nos quedamos en la democracia formal de la libertad de voto, los problemas de la convivencia serían, en gran parte, los mismos.
Para que la democracia fuera la garantía del bienestar social de las naciones y de la humanidad debería contar con otra serie de valores que respetaran, de forma efectiva, la igualdad de derechos, la solidaridad, la objetividad en las decisiones y un valor fundamental que diera sentido a todos los demás valores derivados y de menor rango, con la garantía de que el valor supremo tuviera eficacia por sí mismo.
Uno de los problemas de la democracia formal es la falta de contenido, de valores que den sentido a las leyes y a la convivencia derivada de su cumplimiento.
Una democracia sin valores como la verdad, la justicia, la solidaridad, la igualdad de derechos, sería una democracia vacía de contenido ético. Para que una democracia cumpliera las aspiraciones de una convivencia pacífica y el bienestar de la sociedad, requeriría que los valores mencionados no fueran anulados por intereses ajenos al bien común. Dicho de otra forma, la democracia es inviable si no tiene la fuerza que la haga eficaz en la realización de los valores que proclama.
La fuerza suele imponerse, de hecho, como valor supremo, e históricamente se ha impuesto por encima de la verdad, de la justicia, de la igualdad y de todos los derechos que no tengan la protección de la fuerza, (“quia nominor leo”).
La moral, la ética, se consideraron, en otros tiempos, como la garantía de una sociedad con las condiciones para la convivencia y la felicidad. La “utopía cristiana” nos llevaría, incluso, a la empatía con el enemigo.
El deseo de supervivencia parece que nació con el mayor empuje de todos los valores. La supervivencia exigía la fuerza para sobrevivir; pero llevaba consigo la imposición, por encima de la razón y de cualquier valor contrario.
El valor supremo de la fuerza parece, de hecho, el más consolidado. Los valores de la ética se autoafirman con la existencia del otro, el “otro yo” que requiere los mismos derechos. Pero el “deber ser” no es.
Si seguimos la experiencia secular, la fuerza se ha impuesto siempre por encima de la verdad y de cualquier valor que no se imponga por sí mismo. El deber ser no tiene la entidad suficiente para imponerse. Desde esta perspectiva, la ética fracasará siempre si la fuerza no se pone al servicio de la ética.
¿Estamos ante una utopía imposible? ¿No podrá, algún día, la humanidad darse cuenta de que el enfrentamiento de intereses y la solución por la fuerza no pueden llevar más que al precipicio, a la guerra y la destrucción, suprimiendo los valores de convivencia pacífica?
Aunque las nuevas ciencias, como la física cuántica o la inteligencia artificial, estén todavía sin llegar a su plenitud, ¿las posibilidades técnicas de estas nuevas ciencias no podrían superar los problemas derivados de la imposibilidad de un control masivo y un conocimiento más perfecto de las grandes masas de la humanidad?
Si hiciéramos un referéndum mundial sobre la convivencia pacífica, la ética, con el respeto a los derechos humanos, muy probablemente sería aprobado con una mayoría absoluta a favor de la convivencia pacífica y contra la guerra y la destrucción.
Pronto será posible consultar a toda la humanidad y el voto masivo y rápido podría cambiar la situación de dependencia de la fuerza como valor superior. El modo como se podría llevar a cabo un cambio de este tipo en la humanidad sigue siendo una utopía hasta que, esperemos, deje de serlo.
Estamos ante un pulso intelectual entre la fuerza y la razón, el poder y la ética. Aunque, por ahora, se impongan el poder y la fuerza por encima de la razón y la ética, siempre repunta en los mismos desastres de la guerra, la voluntad masiva en favor de la convivencia, los valores éticos como aspiración y brújula de la humanidad.
Cuando la democracia pueda ejercerse técnicamente a nivel mundial, la razón y la ética se impondrán al poder y a la fuerza. Esto supondrá que la inteligencia habrá superado al animal por el racional; y la ética, como brújula de la humanidad, conseguirá que lleguemos a la meta.