OPINIÓN: La gratuidad de las monjas de antes
Estuve observando esta foto que acompaña la cabecera de mi artículo y créanme, que sentí profunda tristeza. Entiendo que el género del terror tiene que recurrir a nuevas estrategias para incentivar el miedo, creando personajes como un payaso o una monja, como es el caso que abordamos. Pero tengo que reconocer que me extrapolé a otros tiempos (ni mejores ni peores), distintos diría yo, donde nuestra sociedad, al disponer de fuertes valores religiosos, una monja o un sacerdote era una figura respetada a la vez que respetable.
La vida de un religioso décadas atrás, era no solo respetada, sino además entendida. En estos tiempos convulsos que vivimos en el que el criterio común lo marcan las grandes estrategias políticas y comerciales diciéndonos “usa esto”… “compra esto otro por que es la tendencia y te favorecerá”; a la gente de hoy, le horroriza que una joven quiera entrar voluntariamente a un convento de clausura para vivir encerrada tras barrotes de hierro. Nadie entiende el significado intrínseco de la oblación como entrega de vida. Ahora para no desentonar, tienes que estudiar mucho y ser una chica farmacéutica o abogada, casarte y tener muchos hijos para conseguir esa meta del oasis de la felicidad que hemos estereotipado. Hemos resumido la vida en el aprovechamiento máximo de esta, para ganar dinero cuanto antes y ser alguien en la vida. Si puede ser, el mejor.
Quisiera reflexionar sobre este perfil de la consagrada de antaño (tan alejado incluso de las propias monjas y reglas de vida readaptadas al confort y a una vida menos “desgastada”, y añadiría más, alejadas de aquellos principios fundamentales evangélicos que dan sentido a su vida de “esposa de Cristo”. En una sociedad tan marcada por el consumismo más desbordado, donde la gente compra incluso por impulsos rutinarios sin que les haga falta ese artículo que compra por automatismo, nos están adoctrinando en cierta manera a ser insensibles a los problemas ajenos. Este terrible padecimiento que absorbemos por los poros, viene ocasionado por tanta propaganda alimenticia a través de los medios, donde lamentablemente, nos estamos habituando al dolor a través de películas y telediarios, y exfoliamos de ese drama la pátina de lo creíble, que nos hace “impermeables” a aptitudes compasivas o empáticas que siempre fueron inherentes en el ser humano (si es que podemos seguir alardeando de este topónimo).
En medio de este sistema donde parece que nada se nos escapa… ¡Qué lejos queda ya! esos carteles anunciadores en establecimientos anunciando algo hoy impensable: “LLÉVESE GRATIS” o “LO REGALO DESINTERESADAMENTE”; la prueba la tenemos en la multitud de páginas de compra venta de segunda mano, donde te dicen “vende lo que ya no usas” o “dales una segunda vida a tus artículos”, pero que nadie dice: “dáselo a gente que le haga falta”, pero claro está. Si le podemos sacar un rendimiento económico, ¡A qué porras voy a regalar algo que me costó tanto!
Existen y es cierto, muchas personas comprometidas con fines sociales que sirven una causa concreta de manera altruista y sin cobrar ni un céntimo, aunque cada vez son menos y los menos, menos motivados. Se está perdiendo en una sociedad que pone precio a todo, aquello que llamamos “gratuidad”. Pero gratuidad de esa verdadera que no dispone de letra pequeña como en algunas empresas que te dijeron esto, y luego fue aquello. Pues bien, de esta gratuidad de la genuina quería expresarles unos renglones.
¿Y quiénes no recuerdan esa verdadera vocación de antaño de las monjas?, de esas hermanas que no asustaban como las películas actuales de terror. De aquellas que veíamos en los hospitales a los pies de los enfermos, y lavaban a moribundos y “hacían el trabajo que nadie quería hacer”, porque en su vocación de entrega, el pago para todas ellas era la perfección evangélica de quien asiste al que nada tiene, como si atendiera al mismo Cristo en la cruz.
A lo mejor muchos no me siguen, porque ya ni se acuerdan ni saben lo que es un crucifijo. No les culpo. Nuestra cultura abolicionista se encargó de retirarlos de las paredes de colegios y hospitales. Claro…, ¡no podemos “asustar al niño” hablándole de algo tan etéreo como Dios!
Pero la realidad es esa, y creo que muchos de ustedes harán perfecta memoria de aquellas religiosas de antaño, las que acudían a hogares de ancianos a hacer las labores de la casa, cocinarles y ducharlos, como es la vida de las Hermanas de la Cruz, un ejemplo de vidas sacrificadas y entregadas que no mudan sus estatutos ante los cambios de la Teología de la Liberación, por ejemplo.
También recuerdo a las monjas aquellas dedicadas a la enseñanza, que vivían de lo que podían y los gobiernos le querían dar, y no cobraban a los alumnos matrícula alguna. Eso si que era gratuidad y generosidad. Volcadas en la enseñanza simplemente porque era la obligación de una religiosa sin más. De igual modo, recuerdo a esas otras monjas caritativas que atendían comedores sociales, poniendo la comida en la mesa del pobre gratuitamente, como las Hijas de la Caridad, por ejemplo; de estas, pocos argumentos tienen los “bufones de la religión” que tratan de hacerles daño, yo les diría a muchos que no entienden esta visión de los religiosos, que traten de acercarse a ellos y vivir unas jornadas observando la labor desinteresada que ejercen las órdenes vocacionales a la caridad de los pobres o los desheredados que cuidan y asisten en los hogares de ancianos. Ahora se escuchan noticias de residencias de ancianos en algunos lugares de la provincia, con ciertos problemas para gestionar el desempeño de velar por estos ancianos, a pesar de que los internos tienen que pagarse cama y comida con su pensión, e incluso con cantidades descomunales, y ni aun así son capaces de llevar adelante uno de estos centros. Imagínense antes que las monjas cuidaban de los ancianos que nada tenían (habiendo todavía congregaciones que sirven de este mismo modo, como las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, o también llamadas la Orden de Santa Teresa Jornet.
En nuestra cada vez más secularizada sociedad, donde pocos parecen ceder nada gratis, y esta tendencia generosa parece desaparecer, pensemos por un instante en algunos que todavía practican este gesto de “gratis”, en mujeres y hombres consagrados (y no consagrados también), que dedican su vida sin sueldo alguno al cuidado y atención de los que menos tienen. A ejemplo de Jesús de Nazaret que dijo: “dad gratis lo que habéis recibido gratis”.
Esperemos que, a la luz de estas monjas, nos den menos miedo esas distorsiones realizadas por el cine