OPINIÓN: Miguel de Cervantes Saavedra
Un 23 de abril como hoy, del año 1616, fallecía a sus 68 años por diabetes, nuestro más insigne escritor del siglo de oro, Don Miguel de Cervantes Saavedra en la casa que lleva su mismo nombre, situada entre las calles del León y Francos del legendario barrio de las Letras.
Cervantes dejó en sus últimas voluntades ser enterrado en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas, de su mismo barrio, debido al vínculo afectuoso que siempre mostró con la orden trinitaria, y sobre todo con la persona de Fray Juan Gil. Aquel trinitario que medió en el rescate de su liberación en Argel.
De lo sabido del escritor, casi todo de su puño y letra, y a través de algunos cronistas coetáneos suyos, nos ha llegado siempre una intachable versión que el propio autor se esmeró en inmortalizarse.
Bien es sabido, que Cervantes no fue un hijo hidalgo al que la fortuna le acompañara. Pues a pesar de proceder de una familia ostentosa con algunos prelados entre sus miembros, se sabe que vivió durante toda su vida con vicisitudes y necesidades por las que tuvo que emplearse al servicio del Santo Oficio como recaudador de impuestos. Podría decirse, que a pesar del pódium entre los grandes a través de su obra del Quijote, no fue su vida fácil, habiendo conocido la pobreza (amparándose en su casa familiar con sus hermanas), y siendo encarcelado en varias ocasiones. Precisamente, en una de las celdas donde estuvo en Sevilla, se dice que comenzó a componer su obra del Quijote de la Mancha.
Sería el mismo como su mejor biógrafo, quien haría saber al mundo su heroicidad en la batalla de Lepanto, donde se promulgó la leyenda de que perdería su mano derecha, debido a una detonación.
Poco se ha revelado a través de la historia, del motivo real por el que Cervantes perdería su mano. Las fuentes documentales, hablan de que Cervantes se batió en duelo en las inmediaciones del Palacio Real, un suceso que estaba penado con la cárcel, e incluso el ajusticiamiento. Se menciona que su contrincante, un tal Antonio Sigura, natural de la villa de Madrid, con su espada, hiere al escritor cervantino dejando una herida irremediable que le acompañará el resto de su vida. Pero poco se sabe del ajusticiamiento que se le practicó, a raíz de cobros indebidos y apropiarse dinero requisado en su profesión de recaudador de la Inquisición, y que le acarrearon la detención y encarcelamiento en la prisión sevillana, tras las denuncias llevadas a cabo por las autoridades eclesiásticas de Écija. Todavía se aplicaba, según el derecho romano, la amputación de una mano por delitos de robo, y he aquí que la historia ajustició a Cervantes, cobrándose con tan cruel forma de imponer la justicia.
Como era evidente, no resultaba nada un motivo de orgullo, pasar a la historia como un delincuente, y por ello, el escritor trató de mimetizar la realidad de tan avergonzada conducta. Existen grabados del retrato de Cervantes, en concretos dos idénticos y de siglos diferentes, en los que en uno de ellos, aparece cervantes con su mano atrofiada, mientras que en un período histórico posterior, aparece una misma copia del grabado, esta vez sin la mano y mostrando claramente el muñón.
Resulta curioso, que en plena expansión del Nuevo Mundo colonizado, donde todas las familias que marchaban hacían fortuna, también Cervantes quiso probar la suya y salir de su mísera vida. Para ello acudió a una de las mesas de contratación aduanera, y ante la falta de su mano, no se le permitió embarcar a Las Indias, a pesar de ser un hombre muy válido en la administración y las letras. Se defiende de algunas gradas, que la propia historia del Quijote, es una real historia encriptada con tintes burlescos hacia la familia Colón, en la figura de su hijo Hernando como gestor de la casa de contratación de Sevilla.
A raíz de tales ajusticiamientos, unidos a las pesquisas de su origen judeo converso, Cervantes tiene que huir de España unos años, refugiándose en el Palacio romano de su tío, el prelado Juan de Cervantes y Bocanegra, que le pone al servicio del joven cardenal Aquaviva. Ya su propio padre tuvo que probar su hidalguía de Cristiano viejo, ante las acusaciones del lavado de sangre de una saga familiar paterna de clérigos, y materna de médicos de Córdoba. De hecho, Cervantes no adoptará su apellido Saavedra de Doña Leonor su madre, hasta ya avanzada su vida. Pues era un alarmante apellido conocido judeo converso.
Cervantes, que contrajo matrimonio con Catalina de Salazar y Palacios con la que no tuvo descendencia, tendría una hija fuera del matrimonio con Ana Franca (o Villafranca) de Rojas, siendo ésta esposa del tabernero Alonso Rodríguez, de la madrileña calle de Tudescos, lugar frecuentado por literatos y artistas de la época. Su hija (Isabel de Cervantes), nunca reconocida y aceptada socialmente como su sobrina, como hija de su hermana Magdalena de Cervantes, vivió ignorando a su padre de quien no quería saber nada. Tras pasar por el matrimonio, acabaría sus días como religiosa trinitaria en el mismo convento donde reposan los restos de su padre, Cervantes.