La degradación de ecosistemas podría estar detrás del COVID-19
6 de Abril de 2020
El coronavirus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19, se ha extendido por la práctica totalidad del planeta. La contagiosidad y letalidad de este virus, mayor que las de la gripe estacional, están requiriendo la paralización casi completa de la actividad económica y del funcionamiento habitual de la sociedad en muchos países, siendo España uno de los más perjudicados.
La comunidad científica lleva años alertando del riesgo de la aparición de una enfermedad de estas características, cuya amenaza pone en jaque la estabilidad social global. La OMS incluyó en 2018 en la lista de patógenos infecciosos más peligrosos para la salud global la denominada “enfermedad X”, que representa una enfermedad aún desconocida con la capacidad de causar una infección global descontrolada. La inclusión de este concepto buscaba anticipar eventos de la magnitud de esta crisis al que la humanidad se enfrenta actualmente y para la que, a la vista de las circunstancias, no estaba preparada.
Ecologistas en Acción considera que, ahora más que nunca, la sociedad debe seguir las directrices marcadas por la investigación científica, que apunta a una mala gestión de los recursos naturales y al ataque abusivo al que los poderes económicos someten a la naturaleza como causantes de tantos problemas que amenazan la supervivencia de multitud de especies, incluyendo la humana.
El origen del coronavirus SARS-CoV-2 es aún desconocido para la ciencia, aunque no hay duda de que la enfermedad se inició tras el contagio de un ser humano a partir de una especie animal. A las enfermedades causadas por virus, bacterias, parásitos u hongos provenientes de animales que infectan a humanos se las denomina enfermedades zoonóticas. El 60% de las enfermedades infecciosas humanas registradas son zoonóticas, y el 75 % de las enfermedades infecciosas nuevas o emergentes también tienen origen animal.
Para que una enfermedad infecciosa se transmita se requiere la interacción de múltiples especies. Como mínimo intervienen el patógeno y su huésped, pero a menudo son varias las especies de huéspedes que pueden albergar ese patógeno y en numerosas ocasiones se requiere una especie intermedia como mosquitos, garrapatas o pulgas -a la que se denomina vector- que es la que trasmite la enfermedad infecciosa hasta su huésped final.
Las enfermedades transmitidas por vectores representan el aproximadamente el 17% de las enfermedades infecciosas y afectan a más de 1.000 millones de personas cada año.
Numerosos científicos y científicas coinciden en que la pérdida de biodiversidad implica en la mayoría de los casos un aumento en el riesgo de transmisión de estas enfermedades. La desaparición de especies dentro de un ecosistema altera el funcionamiento de dicho ecosistema, influyendo en la transmisión de patógenos. Las especies que tienden a sobrevivir en estos casos suelen tener mayor predisposición a albergar y transmitir enfermedades infecciosas. Una mayor diversidad de especies implica un efecto de dilución, ya sea por el aumento de número de especies en la cadena de contagio o por el efecto cortafuegos natural que provoca una alta diversidad genética, entre otros factores.
La especie huésped original del COVID-19 no ha sido identificada aún, y aunque los análisis apuntan al murciélago Rhinolophus o al pangolín como orígenes probables de la cadena, los resultados no son concluyentes.
Sin embargo, señalar a la especie animal como causante o responsable de la pandemia es un error, como lo es culpar al propio virus. Los virus ocupan desde hace millones de años un eslabón esencial en los procesos ecológicos, regulando las poblaciones de especies y colaborando en el mantenimiento del equilibrio natural de los ecosistemas. Las especies que hospedan estos virus han evolucionado conjuntamente con dichos virus, en un equilibrio que permite la supervivencia de las especies.
Pero cuando el correcto funcionamiento de un ecosistema queda impedido por causas ajenas a la naturaleza, el equilibrio se rompe y aumentan las posibilidades de que virus potencialmente patógenos crucen la barrera de especie y puedan infectar a otras especies de animales incluyendo el ser humano. Es la acción humana la que está detrás de la mayoría de esas perturbaciones.
EL EJEMPLO DE MALASIA
En 1999, en Malasia, un brote de la enfermedad de Nipah con una letalidad del 40 %, causó estragos en la población local. El origen del virus estaba en el Pteropus vampyrus o gran zorro volador, una especie de murciélago frugívoro. El virus probablemente contagió en primer lugar a cerdos criados como ganado, y de ahí se propagó al ser humano.
Estos murciélagos, prácticamente inmunes a este virus, han sido desplazados de sus entornos naturales debido a la deforestación y los numerosos incendios, conduciéndolos cada vez más cerca de asentamientos urbanos y estableciendo contacto con poblaciones humanas. Cuando las personas entran en contacto con especies con las que no han evolucionado para convivir, y la ocupación del suelo por parte de la civilización se adentra cada vez más en entornos salvajes, mayor es el riesgo de aparición de una pandemia.
La investigación de la relación entre biodiversidad y la aparición de enfermedades infecciosas recibe el nombre de “ecología de la enfermedad”. Organizaciones como EcoHealth Alliance o PREDICT llevan trabajando años en mejorar el conocimiento sobre estos patógenos. Solo se conoce un 1% de los virus que habitan en animales silvestres, y se estima que podría haber 1,7 millones de virus desconocidos que podrían dar el salto a la especie humana. Sin embargo, la falta de recursos económicos y la poca atención que recibe la comunidad científica impiden que se hagan mayores avances en esta dirección.
Por ello, desde Ecologistas en Acción reclama mayor inversión en materia de investigación y sanidad para atajar el problema con la contundencia que merece.
REVERTIR LA SITUACIÓN
La organización ecologista defiende como vía para evitar futuras crisis de esta índole la restauración de los territorios degradados por la acción humana, la protección de las tierras salvajes y la biodiversidad, el abandono de las prácticas de explotación abusiva del medio natural y un cambio de paradigma hacia una economía que respete la naturaleza. El mantenimiento de los servicios ecosistémicos que suponen beneficios esenciales para la salud humana es la mejor garantía de supervivencia.
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