OPINIÓN: Compraste un convento y no lo sabes
9 de Diciembre de 2017
España es un país de propietarios. De propietarios de vivienda. Encabeza las estadísticas de la Unión Europea en este apartado. La creencia generalizada de que pagar un alquiler es tirar el dinero, pues con lo que te cuesta ser inquilino vas comprando un piso que en unas pocas décadas será totalmente tuyo, es uno de los factores que está detrás de la burbuja del ladrillo y, por consiguiente, de la gravísima crisis económica de la que aún no hemos salido.
Durante los años inmediatamente anteriores a que estallara la crisis, España vivió una auténtica vorágine compradora de pisos. Se usó y se abusó del ladrillo como si fuese el colchón de la abuela. Muy pocas personas se planteaban vivir de alquiler en esos días; casi todo el mundo quería ahorrar o invertir teniendo una vivienda en propiedad.
La crisis cambió algo la tendencia. No había empleo, no había ingresos, los bancos no daban créditos y, a falta de otra posibilidad, el alquiler empezó a ser mirado con mejores ojos. Pero parece que la situación está volviendo a las viejas rodadas y comprar para especular ha recuperado su atractivo, a pesar de las intenciones sangradoras del ministro Cristóbal Montoro. El ladrillo empieza a moverse. De nuevo.
La Constitución de 1978 consagra, en su artículo 47, el derecho de todos los españoles "a disfrutar de una vivienda digna y adecuada", pero no especifica si debe ser propia o alquilada. Sin embargo, el artículo se suele interpretar como un derecho a la propiedad.
La elección de alquilar o comprar la vivienda habitual no es un dilema en este país. Aunque usted no lo crea, el dictador Francisco Franco protegió a las personas que vivían de alquiler, que no sólo no podían ser desahuciadas fácilmente, sino que ni siquiera se les podía subir el alquiler de forma desmesurada. El socialista Miguel Boyer, ministro de Hacienda en el primer Gobierno de Felipe González, terminó con los alquileres baratos anulando la protección legal a las viviendas, alquiladas, de renta antigua. Y una ministra socialista, Carme Chacón, propuso crear juzgados especiales para agilizar los desahucios de quienes no tenían vivienda propia.
La política de este país lleva demasiados años girando a favor de la compra para que la afición por el alquiler no se hubiera resentido con semejante acoso. Las ventajas fiscales del alquiler son aún muy inferiores a las que la compra disfrutó durante años.
La crisis dejó sin vender casi un millón de viviendas terminadas, o a medio terminar, y a pesar de la falta de compradores, la obsesión oficial era aliviar a los bancos del peso del ladrillo ‘tóxico’ y venderlas como fuera.
¿Y el alquiler? El alquiler no era opción o se consideraba el último remedio contra el problema.
¿Pero es mejor para todos la compra/venta que el alquiler? Estoy convencido de que no. En primer lugar considero que ambas opciones son compatibles. Y en último caso, si una modalidad de acceso a la vivienda debe arrasar a la otra, nunca debería permitirse, ni mucho menos estimularse por las administraciones públicas, que la compra/venta impere de forma abrumadora sobre el alquiler.
El alquiler activa la economía muchísimo más que la compra. La agiliza, la fluidifica, la flexibiliza. Comprarse un piso es como comprarse un convento. El esfuerzo y el ahorro de toda una vida enterrado entre cuatro paredes. Una inversión enorme que sólo suele desamortizarse por herencia, cuando fallecen sus propietarios. A veces, ni así. Cierto es que las personas ancianas que son dueñas de una vivienda viven dentro de una hucha, pero la hucha no se mueve y si la rompen se quedan en la calle, sin techo bajo el que cobijarse.
En cambio, con el alquiler se puede apostar en cada momento a la casilla que más convenga y disponer del dinero contante y sonante como se prefiera. Al final de sus días, ni el propietario ni el inquilino se llevarán nada al otro barrio.
El alquiler tiene efectos positivos directos sobre el empleo, porque facilita la movilidad de la población trabajadora, que puede desplazarse a donde haya trabajo sin dejar una casa atrás y teniendo la seguridad de que allí a donde se mude habrá viviendas de alquiler a precios razonables. Claro que, para que haya esa movilidad es necesario que las administraciones públicas se tomen el alquiler, el empleo y la economía de otro modo.
Se precisa la misma inversión para hacer una vivienda con el objetivo de venderla que con la intención de alquilarla; se necesitan los mismos materiales y su construcción genera el mismo número de empleos. La diferencia está en que la vivienda propia nos ata al terreno y la alquilada, no.
Eso sí, hay un término medio. En Estados Unidos, país que creció a lomos de caballos y sobre carromatos y tiene una de las tasas de movilidad laboral más altas del mundo, lo saben muy bien, así que además de viviendas en propiedad y de viviendas en alquiler, los estadounidenses tienen viviendas de quita y pon. Las compran enteras o en tablones, como si fueran de IKEA, las montan sobre terrenos alquilados que tienen todo lo necesario –acceso, abastecimiento de agua, de luz, de gas y de agua, desagües, etcétera- para instalar una vivienda y si les sale una oportunidad laboral, aunque sea seis estados más allá, cargan su casa en un camión, con el frigorífico en su sitio y hasta con las camas hechas, y se mudan aunque tengan que cruzar el país de punta a punta.
Pero, ¿quién sería capaz de trasladar, ladrillo a ladrillo, el convento que se compró en un barrio de España?
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